Hay una máxima en mi vida que trato de aplicar, aunque a veces se me olvide, claro. Si no te lo puedes pasar bien, sal de ahí por patas. Y me sirve para casi todo en esta vida, y digo casi para no caer en el exceso, y porque a veces, claro está, las circunstancias no son precisamente como para pensar en risas. Pero no ser capaz de reír creo que es un indicador clarísimo de que las cosas no están bien, a menudo fuera, pero casi siempre dentro. Para mí lo ha sido siempre.
Puedo decirte que me encuentro en un momento no precisamente divertido. Estoy de baja médica por trastorno de ansiedad, generado por un ambiente laboral tóxico y hostil. Hablamos de cosas serias: acoso laboral, discriminación, abuso de poder… en fin, temas que por desgracia están a la orden del día. Pero yo venía a hablar de las risas.
Un tiempo antes de que mi mente (y mi cuerpo) hiciera crack -así lo siento yo, como un crack que se puede oír-, un compañero me hizo notar que llevaba tiempo con la cara larga, que ya no sonreía, mucho menos reír. Algo feo te pasa, me dijo, no eres tú. No era yo, no, eran “los otros”, pero esa es otra historia. Ese toque de atención me hizo pararme a pensar, a intentar tirar para atrás en el tiempo para ver desde cuándo no estaba siendo yo, desde cuándo no me reía y a duras penas sonreía. Cuándo dejé de pasármelo bien para empezar a pasarlo mal. Demasiado, siempre es demasiado tiempo. Poco después no pude más, busqué ayuda, y aquí estoy, en mi casa, tratando de volver a mi centro, buscando -y encontrando- mis ganas de reír.
Aquí hago un inciso, para evitar malentendidos y tiranteces. No hablo de la risa como medicina, sino como indicador. Hablo de circunstancias más o menos normales, porque, por mucho que crea que la frivolidad, a veces, es un salvavidas, no voy a banalizar las circunstancias terribles y dramáticas que cualquiera de nosotros podamos vivir. Que vaya por delante que está hablando de la risa alguien que ha llorado mucho. Y que cruza los dedos para no volver a llorar más que de emoción ante la belleza, la felicidad propia o ajena, o Los puentes de Madison. Yo no voy a decirte eso de que lo importante no es lo que te pasa, si no lo que haces con lo que te pasa, ni te hablaré de actitud, ni de que tienes pensar en positivo, ni nada que se le parezca. Sé lo que es no tener fuerzas para abrir los ojos, no ser capaz de luchar contra ti misma. Y no puedo imaginar dolores o dramas irremediables para los que no hay consuelo posible. Es que me da mucho miedo parecer una frívola sin corazón.
Hace años, en otra vida, salí con un tipo encantador, que me hacía reír lo más grande. C, vamos a llamarle así, era divertido, se reía de todo, principalmente de sí mismo, le sacaba punta a todo, era ingenioso y ocurrente. (Demasiado ingenioso en cuanto a solapar relaciones, pero qué le vamos a hacer, nadie es perfecto). Sin embargo, recuerdo una conversación con él que me sorprendió. Hablábamos de nuestros pasados amorosos, y le conté sobre una relación anterior bastante tormentosa. Me preguntó qué había en aquel ser para que me hubiera fijado en él, y le dije: me hacía reír. Su respuesta fue “eso es una tontería, si me quiero reír me voy a ver El Club de La Comedia”. Y me lo decía él, que su pasión era verme reír.
Después de C, tuve una relación durante unos años que parecía perfecta. Y durante mucho tiempo casi lo fue. Encajábamos, nos completábamos, nos cuidábamos mutuamente… y lo pasábamos bien juntos. No nos hacía falta nadie más. Nos hacíamos reír, nos reíamos de las mismas cosas y yo iba siempre con una sonrisa en los labios. Pero en algún momento algo pasó, y dejamos de reír. Por más que yo lo intentaba, no podía forzar que lo volviéramos a pasar bien. Supongo que ahora me dirás que las relaciones cambian con el tiempo, que todo se vuelve más sereno, que lo que sentimos evoluciona. Te lo compro. Hasta te compro que el amor intenso del principio se acabe convirtiendo en “una amistad con momentos eróticos”, como decía el gran Antonio Gala. Estoy de acuerdo. Pero aquello se convirtió en algo muy incómodo. Sustituimos las largas conversaciones por silencios demasiado largos, apatía, pereza ante la inminente aparición del contrario, mensajes de buenos días que ya no alegran si no más bien hacen soplar, monotonía… dejamos de pasarlo bien. Y se nos rompió el amor, de no usarlo, claro. Uno no suele querer acostarse con su compañero de piso aburrido.
“Uno de los vínculos que más puede unir a la gente es tener el mismo sentido del humor.”
La alegría de las pequeñas cosas, Hannah Jane Parkinson.
No sé si estoy pareciendo demasiado banal, superficial o insensible. Nada más lejos, de verdad, en toda historia hay matices, pero es que realmente creo que la risa es importante, descomprime. He hecho reír a personas deshechas en un mar de lagrimas, y me lo han agradecido. Y al revés, lo he experimentado en mi piel. Sí creo de verdad que en una relación es importante el “me hace reír”, aunque no sea un factor determinante para quedarse; ahora no vayas a pensar que es mi único requisito, para mi desgracia soy bastante exigente.
Pero creo firmemente en el “si no te lo puedes pasar bien, sal de ahí por patas”. Dejé las RRSS porque dejé de pasármelo bien, ni más ni menos, porque hacer scroll sin prestar atención durante una hora no es mi idea de pasármelo bien. Porque meterme en una plataforma que parece un centro comercial sin yo haber querido ir de compras no es pasármelo bien. Porque llevarme las manos a la cabeza al leer discursos de odio, muestrarios de ignorancia o descaradas faltas de respeto, desde luego no es pasármelo bien. Tener ganas de llorar cada mañana sentada en la cama antes de prepararte para ir a trabajar no es pasarlo bien, ni se le parece ni te lo permite, porque no afecta solo a las 8, 9 o 10 horas que pases trabajando, sino a las que te queden de las 24 de cada uno de tus días.
Si de repente te das cuenta de que no recuerdas la última vez que reíste con ganas, o te es lejana la sensación de pasarlo bien, solo puedo aconsejarte una cosa: hurga, porque algo no va bien, y lo sabes.
Bueno, y otra más te aconsejo: sal de ahí por patas.
me ha encantado. la ausencia de la risa (o la sonrisa) como para señal para escapar de un lugar que no te hace feliz.